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Y no fue así porque quien suele poner la brillantez, Andrés Iniesta, fue un fantasma. Apenas tocó la pelota y, cuando lo hizo, fue sin criterio ni imaginación; quien suele poner el talento, Xavi, evidenció el declive mostrado en los últimos encuentros. Incapaz de mandar un solo pase entre líneas, terminó siendo relevado mediada la segunda mitad, por tercer partido consecutivo; y quien suele, o solía, poner la efectividad, David Villa, está lesionado desde hace meses, y se le extraña más que nunca.
Y, por supuesto, faltó el que suele poner las tres. El que se ha echado el equipo al hombro tantas veces en estos últimos años. Parecía difícil que Lionel Messi tuviera un partido más frustrante que el de Stamford Bridge, pero así fue. El argentino fue dominado por el excelente trabajo defensivo blanco, por supuesto, pero no sólo eso. Por una noche fue un jugador común y corriente. Terrenal. Pedestre. Que se negó a entender que no podía ganar el partido por sí solo cuando estaba claro que no era su día.

Y también Pep Guardiola merece ser juzgado. Claramente equivocó el planteamiento al salir con defensa de 3 y con una media cancha en la que Thiago y Busquets claramente duplicaban funciones y se sentían incomodísimos el uno con el otro. Al apostar por Tello, al que la juventud le pesó más que nunca. Pero, sobre todo, erró al no ajustar hasta que ya era demasiado tarde.
Mourinho hizo lo que ha hecho siempre. No varió nada. Un 4-2-3-1, con los sospechosos comunes. El cuadro de lujo. No necesitó nada más, porque su equipo ejecutó el plan de juego a la perfección. Fue el triunfo de lo simple sobre lo complejo y una semblanza de justicia en una liga que el Real Madrid ha ganado ya, y lo ha hecho con todo el merecimiento del mundo.
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